Bill Gates no siempre fue el empresario meticuloso que todos imaginan. Antes de ser uno de los hombres más influyentes del mundo, el cofundador de Microsoft era un estudiante que vivía al límite del reloj, dejando todo para el final. Sin embargo, un choque cultural con la precisión japonesa lo llevó a descubrir que la procrastinación no es buena aliada cuando estás construyendo un imperio tecnológico.
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El estudiante que lo dejaba todo para el último día
En su libro Código fuente: Mis inicios, Bill Gates reconoce que durante sus años en Harvard, estudiar era más una misión contrarreloj que una rutina. “Steve [Ballmer] y yo prestábamos muy poca atención a nuestras clases”, escribe, “y luego devorábamos los libros clave justo antes de los exámenes”.
Aquel método, aunque arriesgado, funcionaba sorprendentemente bien. Los dos conseguían las mejores calificaciones, lo que reforzaba la falsa sensación de que procrastinar era una estrategia válida.
Gates incluso admite que veía cada examen como un experimento: ¿hasta qué punto podía lograr buenos resultados con el mínimo esfuerzo posible?
Spoiler: funcionó en Harvard, pero no tanto en la vida real.
Cuando el hábito de procrastinar casi hunde a Microsoft
Tras fundar Microsoft junto a Paul Allen, Gates se dio cuenta de que su viejo hábito universitario había cruzado la línea hacia su vida profesional. En Camino al futuro (1996) confesó que dejar las cosas para el último minuto empezó a afectar el ritmo de trabajo de todo el equipo.
Las decisiones importantes se aplazaban, los proyectos se retrasaban y la moral de sus empleados se veía golpeada. “Desarrollar el hábito de demorar las cosas no había sido la mejor preparación para dirigir una empresa”, reconoció el propio Gates.
Durante un par de años vivió atrapado en lo que él mismo llamó un “ciclo insano”, donde todo se acumulaba y las presiones aumentaban. Hasta que un día, llegaron los japoneses.
Los japoneses que lo enseñaron a no perder el tiempo
Cuando Microsoft empezó a trabajar con empresas japonesas, Gates recibió una lección de productividad que no olvidaría jamás. Sus nuevos socios eran tan disciplinados que no toleraban ni un minuto de retraso. Literalmente.
“Si nos atrasábamos un minuto, enviaban a alguien en avión para vigilarnos”, escribió Gates. “Su presencia no ayudaba en nada, pero se quedaban 18 horas al día en nuestra oficina para demostrar lo importante que era el proyecto”.
La idea de tener a un “supervisor” japonés observando cada movimiento no era precisamente cómoda, pero sí efectiva. Esa presión externa lo obligó a cambiar. Gates comenzó a planificar mejor, a tomar decisiones más rápido y a respetar los plazos como si su vida dependiera de ello.
De procrastinador a perfeccionista
Superar la procrastinación no fue un proceso instantáneo. Gates tuvo que rediseñar por completo su manera de trabajar: establecer rutinas, delegar con eficiencia y crear sistemas de seguimiento. Esa transformación no solo cambió su productividad, sino que terminó influyendo en la cultura organizacional de Microsoft.
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Hoy, el hombre que alguna vez estudiaba solo la noche anterior es famoso por su disciplina, su rigor y su capacidad para gestionar múltiples proyectos a la vez.
Y aunque no existe una fórmula mágica contra la procrastinación, Gates demostró que, con la presión adecuada (y tal vez un japonés mirándote fijamente), cualquiera puede cambiar sus hábitos.

