En teoría, medir el poder en Dragon Ball Z debía ser un alivio para el espectador: si el scouter decía un número alto, era momento de preocuparse; si era bajo, se podía respirar. Pero la franquicia descubrió rápido un problema muy humano: cuando se empieza a gritar cifras gigantes, siempre habrá presión por gritar una aún más grande.
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Y ahí entra Freezer, el villano que no solo aterrorizó a Namek, sino que dinamitó el “sistema métrico” del shonen.
Cuando el scouter dejó de ser un dato y pasó a ser fuegos artificiales
Dragon Ball siempre trató el poder como algo más o menos intuitivo: se veía en la pelea, se sentía en la tensión, se entendía por el contexto.
Dragon Ball Z agregó ciencia ficción al cóctel: viajes espaciales, razas alienígenas y, de paso, los famosos “niveles de poder”, una cifra objetiva para que nadie discutiera… supuestamente.
Hasta que llegó Freezer con una primera forma que, según la propia lógica de la serie, era como sacar una calculadora científica para resolver una suma de primaria.
Su cifra base se disparó a un territorio absurdo comparado con lo anterior. El problema no era que fuera fuerte: era que el salto rompía la escalera.
Antes de Namek, el “tope” parecía manejable. Un enemigo era más poderoso porque sí: por experiencia, por entrenamiento, por naturaleza.
Con Freezer, el número empezó a hacer el trabajo dramático por encima del guion. En vez de “mostrar, no contar”, el villano se volvió un presentador de su propia tabla de Excel.
La trampa de las transformaciones: cada una exige un número más ridículo
La primera cifra extrema pudo haber funcionado si Freezer fuera el final absoluto. Pero no: el personaje se transforma, y cada transformación obliga a inflar más el globo.
El resultado es que la historia se mete en un callejón sin salida: si el enemigo ya está fuera de escala, cualquier progreso necesita un turbo aún más exagerado.
Ahí aparece el segundo gran daño colateral: para alcanzar a Freezer, los héroes necesitan “saltos” que ya no se sienten como evolución, sino como atajos.
Zenkai, potencial oculto, desbloqueos milagrosos… y finalmente el golpe nuclear: el Super Saiyan como multiplicador que dispara todo a niveles difíciles de digerir.
En otras palabras: Freezer no solo empujó a Goku al límite; empujó a la serie a depender de multiplicadores. Y cuando el relato depende de multiplicadores, la escalada se vuelve una obligación, no una elección.
Por qué después de Namek los niveles de poder desaparecen “misteriosamente”
No fue casualidad que, tras la saga de Freezer, Dragon Ball Z empezara a abandonar el numerito del scouter. Porque el sistema ya no era creíble ni útil. Si una cifra puede multiplicarse por decenas, cientos o miles con una transformación, ¿para qué sirve medirla?
Desde ese punto, la franquicia reemplaza el “cuánto” por el “qué forma”: la conversación deja de ser “¿qué tan fuerte es?” y pasa a ser “¿en qué estado está?”. Y así el poder se convierte en un catálogo de transformaciones más que en una progresión marcial.
Sin una regla clara, la serie gana libertad… pero pierde límites. Y cuando no hay límites, el drama necesita inventarlos con nuevas formas, nuevos colores, nuevas etiquetas.
El legado: del shonen de artes marciales a la inflación power-up
A largo plazo, el “efecto Freezer” empuja a Dragon Ball hacia un lugar casi paródico: si el listón quedó en el cielo, cada nueva saga debe prometer algo más grande para sentirse “importante”.
Por eso el Dragon Ball moderno recurre a nuevas jerarquías de energía, a conceptos como ki divino y a transformaciones que intentan refrescar el tablero cuando ya no quedan números razonables que decir en voz alta.
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Y, aun así, el fandom sigue enganchado a la misma pregunta de siempre: “¿Quién está arriba ahora?”. Es el precio de aquella decisión en Namek: Freezer convirtió la escala de poder en el espectáculo principal, y desde entonces Dragon Ball vive con esa herencia.

