Columna

Todos somos cyborgs [FW Opinión]

El hombre siempre ha sido un mamífero cibernético cuya existencia excede su naturaleza física mediante la tecnología, no importa cuán primitiva o avanzada, cuán analógica o digital sea.

Cuenta la leyenda que el dios egipcio Thot es el creador de la escritura; pero cuando el dios con rostro de Ibis le presentó su invención al rey Tamus, lejos de elogiarla, este la despreció con las siguientes palabras:

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“Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.”

El verdadero responsable de estas palabras es Platón, quien las escribe en el Fedro; el filósofo griego consideraba (correctamente) que con la escritura el hombre estaba de algún modo tercerizando parte de su alma, y esto le parecía terrible, una afronta a su esencia intelectual, perfecta y divina. Para Platón la tecnología nos disminuye, cuando en realidad nos expande: un día el hombre comenzó a depender de una tecnología externa para llevar a cabo una facultad que hasta aquel entonces era puramente interna y ese día se convirtió en un cyborg.

Hoy podemos considerar a la escritura como una herramienta ambigua que nubla los límites entre lo interior y lo exterior, pero lo cierto es que se trata de una tecnología antigua, profunda y revolucionaria. Al leer, por ejemplo, escuchamos una voz: ¿de quién? Es indudablemente la nuestra, nuestra propia voz interior que lee en voz baja una serie de caracteres que, por lo menos esperamos, tengan sentido. Pero también es la voz de quien escribió esos caracteres, en otro tiempo y lugar.

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Al leer esos caracteres, no importa si en una pantalla LED de alta definición o en el más primitivo de los papiros, no sólo escuchamos una voz que no es la nuestra sino que revivimos recuerdos que nunca vivenciamos y experimentamos alucinaciones que no nos conducen a un manicomio ni al psiquiatra. Al escribir estamos estableciendo nuestra marca en un lugar más allá de nuestro propio cuerpo físico, extendemos nuestra propia conciencia más allá de nuestra frágil corporalidad. Al leer también nos extendemos artificial y tecnológicamente, en tiempo y en espacio.

La antropología cyborg plantea que el hombre siempre ha sido un mamífero cibernético cuya existencia excede su naturaleza física mediante la tecnología, no importa cuán primitiva o avanzada, cuán analógica o digital sea.

Podemos considerar el fuego como la primera tecnología, o una metáfora lo suficientemente buena para considerar al hombre como un mamífero ígneo, dotado por Prometeo de una chispa que le permite conformarse a sí mismo mediante la utilización de herramientas aunque quizás no se trate otra cosa más que prefiguraciones, profecías de la capacidad tecnológica innata del homo ciberneticus. La escritura es la tecnología fundamental, alrededor de la cual todas las tecnologías posteriores florecen. La imprenta, la internet, todas giran en torno a símbolos: a la creación de símbolos y a las maneras en las que compartimos esos símbolos.

No necesitamos implantes de hardware ni tatuajes con nanotecnología, ni siquiera son necesarios los anteojos de Google ni pulseras con sensores; todos los dispositivos electrónicos que nos rodean podrían desaparecer y seguiríamos siendo cyborgs. La tecnología es parte de nuestra naturaleza más profunda, se encuentra en nuestro ADN; somos cyborgs porque nos complementamos como seres humanos mediante la tecnología desde hace miles de años.

El hombre no es un mamífero particularmente veloz por sí mismo, pero este hecho cambia de manera drástica cuando se sube a una bicicleta; no hace falta que esa bicicleta esté unida al cuerpo por nanopegamento para que sea un minotauro moderno ni hace falta tampoco que se trate de una bicicleta “inteligente”, como las computadoras de Steve Jobs. Esa bicicleta, aunque adquirida en una tienda determinada, guardada en un cuarto aparte, con algo de óxido quizás y una de las ruedas apenas desinflada, es parte de nuestro cuerpo, al igual que un libro o un artículo hosteado en un blog que utiliza como motor WordPress.

El grado de complejidad de la tecnología no tiene nada que ver de manera directa con nuestra naturaleza cibernética: somos conjuntos de sistemas y personalidades apilados los unos sobre los otros, modificándose y recreándose de manera constante. No nos falta nada, al igual que al resto de los mamíferos del planeta Tierra; aún así, la tecnología nos completa: aunque no tenga dispositivos de realidad aumentada, aunque no tenga implantes salidos de las páginas de novelas de William Gibson, aunque mi teléfono no sea muy inteligente y aún si no fuera bueno con las computadoras; aún así sería un cyborg.

Si consideramos al hombre como cyborg y a las herramientas tecnológicas que utiliza como extensiones de su propio ser necesitamos actualizar de manera urgente las maneras en las que percibimos nuestra interacción con la tecnología; avances y descubrimientos, adquisiciones corporativas, productos discontinuados y obsolescencia programada, un producto defectuoso, con una mala experiencia de usuario; todos estos puntos afectan de modo radical nuestra experiencia del mundo.

Durante esos instantes en que revisamos el correo y miramos la pantalla con ansiedad, esperando saber si hemos recibido un nuevo email, contenemos la respiración. Un acto simple y que realizamos decenas de veces por día, revisar nuestra casilla de correo electrónico, altera por completo nuestro patrón respiratorio -una aplicación móvil que tarda mucho en responder a nuestro contacto, una página web que se demora en mostrar las imágenes, son fallas que nos molestan profundamente. Son parte de dispositivos electrónicos con los que nos relacionamos de manera inconsciente como si fuesen parte de nosotros, porque a fin de cuenta lo son; esa tablet china que corre una versión espantosa de Android, ese iPad que en dos años ya será un mito, antiguo e inservible.

El Rey Tamus seguramente se horrorizaría de nuestra época, al igual que Sócrates y Platón y por más de un motivo; probablemente eso sea bueno. Los grados en que han avanzado ciencia y tecnología en los últimos cien años han generado una red de sistemas tecnológicos que se superpone sobre la humanidad desnuda. Los límites entre carne y hierro o silicona nunca fueron tan tenues, tan ambiguos: Ballard, en su novela Crash, investiga de manera perversa pero clara los terrenos inexplorados de la unión alquimia entre metal y sexualidad con el auto como zona erógena del cuerpo.El género cyberpunk con sus implantes nanotecnológicos, mundos virtuales e inteligencias artificiales sólo podría haber surgido a fines de los 70s y principios de los 80s, en el contexto de la revolución de los ordenadores personales.

De todos modos, no debemos confundir estas metáforas y profundizaciones con la expresión de la simple realidad: siempre hemos sido entidades cibernéticas, nuestra carne siempre fue la nueva carne.

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