Ocasionalmente el objetivo original de tu investigación se desvía por años luz y terminas descubriendo algo que (a) puede ser particularmente inútil o (b) increíblemente bizarro, como el cañón de salmón o el descubrimiento de un virus que “está asociada con un modesto, pero medible, decrecimiento en la función cognitiva”; i.e. la bacteria te vuelve medio estúpido.
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El asunto está en que los Chlorovirus, parte de la familia Phycodnaviridae, se conocían por infectar algas verdes y no se tenía registro de infecciones en humanos, hasta que se encontró, inesperadamente, el chlorovirus Acanthocystis turfacea, coloquialmente conocido como ATCV-1, en la garganta de un grupo de adultos que no tenían historial de enfermedades mentales o físicas.
Sabiendo que los sujetos no tenían mayor problema que una infección de ATCV-1 se logró encontrar una “modesta pero estadísticamente significante reducción de la capacidad cognitiva en pruebas de procesamiento visual y velocidad motora”, lo cual es jerga de científico para decir que si te fijas muy bien parece haber cierta relación entre el virus y que los sujetos que salieron mal, otra vez, en sus exámenes de coordinación entre el ojo y la mano.
Para poder seguir estudiando el efecto y, de paso, evitar las consideraciones éticas de experimentar en humanos, se creó un modelo experimental que utilizaba ratas con una edad de entre 9 y 11 semanas. En esta población se volvió a replicar el efecto y además se encontró una alteración en el hipocampo, problemas con la plasticidad sináptica, el aprendizaje y la formación de memorias.
Tal vez tengamos que comenzar a ver las infecciones virales de otra manera, no como un patógeno que entra al cuerpo y se va, si no como un proceso constante cuyos efectos pueden aparecer, incluso, a largo plazo.