ADVERTENCIA: La presente pieza es un artículo editorial con una opinión absolutamente subjetiva sobre cuál es el estado actual de la industria de los videojuegos y cómo un cambio tan simple pero determinante como la capacidad de guardar partidas terminó siendo la base para la evolución de los juegos a como los conocemos ahora. Llegando al punto de pensar que tal vez algo así sería la clave para salir del bache en el que se encuentra actualmente tanto Sony como Microsoft.
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Seremos honestos, los colegas de Vida Extra publicaron hace muy poco un imperdible artículo, a medio camino entre la nota periodística y el recorrido cargado de nostalgia en donde nos regalaron un genial recorrido por la evolución de los videojuegos en las últimas décadas. Partiendo de los títulos más rudimentarios y cortos hasta los más extensos y robustos que era imposible terminar en una sesión.
A medida que creció la industria del hardware todos nos fuimos acostumbrando a pedir cada vez más en términos de procesamiento, almacenamiento, despliegue de colores, velocidades de carga y un amplísimo etcétera. Pero hubo algo que marcó en realidad un antes y un después para el sector: la capacidad de poder guardar partidas para continuar más tarde.
Partiendo de ese planteamiento no quisimos perder la oportunidad de compartir nuestra perspectiva individual sobre ese tema. Como una vía para enriquecer el diálogo sobre este fenómeno.
Las partidas guardadas son los cimientos más firmes de la industria actual de los videojuegos
En el mundo de los videojuegos, solemos enfocarnos en los avances gráficos, la potencia de las consolas y las nuevas experiencias inmersivas. Sin embargo, hay una mecánica fundamental que, a menudo, ha pasado desapercibida, pero que ha tenido un impacto revolucionario en la forma en que jugamos: la capacidad de guardar partidas. Es algo ahora tan presente que pareciera que siempre estuvo ahí. Pero la verdad es que no fue así.
Recuerden aquellos tiempos en los que los videojuegos eran una aventura de una sola oportunidad. One shot. Era lo que teníamos. Empezar un juego significaba comprometerse a terminarlo en el tiempo que nos demandará, pero también nos planteaba el peligro real de perder todo el progreso si algo salía mal. Un corte de energía eléctrica en la casa, un botonazo accidental al encendido de la consola, un error del sistema o simplemente un mal movimiento podían enviarnos de regreso al inicio, con una sensación de frustración monumental.
Quien escribe esto guarda en su memoria momentos de genuino trauma con su Nintendo Entertainment System (NES). Pero luego con la llegada de la función de “guardar partida” vivismo un cambio tan milagroso como radical. De pronto, los jugadores podían pausar su aventura, retomarla más tarde y continuar desde el punto exacto donde la habían dejado. Tal como sucedía con el primer título de Zelda en esa consola querida de 8 bits.
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Esto abrió un mundo de posibilidades, permitiendo explorar juegos vastos, experimentar diferentes estrategias y aprender de los errores sin tener que empezar de cero cada vez. Pero la revolución no se detuvo ahí. La invención de las contraseñas y las tarjetas de memoria nos dio aún más control sobre nuestras partidas.
Los passwords por un lado nos permitieron proteger nuestro progreso de otros jugadores, mientras que las tarjetas de memoria, que reinaron en la era de la primera PlayStation nos brindaron la libertad de llevar nuestras partidas a cualquier lugar, compartiéndolas con amigos y creando una biblioteca personal de aventuras propias y ajenas. Eran los buenos viejos tiempos.
Aquellos pequeños cartuchos o chips de memoria guardaban más que simples datos de juego; almacenaban horas de inversión, logros desbloqueados, personajes a la medida y recuerdos que para nuestra juventud se sentían como inconmensurables.
Necesitamos el equivalente moderno a guardar partidas en la industria de los videojuegos
En comparación con estos avances para poder retomar el hilo de nuestra aventura en cualquier momento la verdad es que los gráficos 3D, las unidades de almacenamiento SSD, los gráficos al tope de FPS y el sonido de alta fidelidad, por más impresionantes que sean, parecen casi triviales.
Si bien han mejorado la calidad visual y la comodidad de cada sesión, no han tenido el mismo impacto profundo en la experiencia del jugador que esta oportunidad de poder avanzar al ritmo que mejor le acomode a cada uno. Esa es una bendición y privilegio en el que casi no reflexionamos los videojugadores.
La libertad de explorar, experimentar y fallar sin miedo a las consecuencias, volviendo a ser dueños de nuestro tiempo y progreso. Un cambio así de discreto como determinante es lo que necesita la industria de los videojuegos hoy en día.
Sería responsabilidad de Sony, Microsoft y Nintendo encontrar ese nuevo oasis. Al parecer, tal vez, en las posibilidades que ofrece la nube.