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El “siempre on” en un futuro no muy lejano

David es una persona normal y corriente que vive en un futuro muy cercano y te cuenta su vida día a día en primera persona.

Este es un ejercicio de ficción donde «David» nos cuenta desde el futuro cómo es su vida.

Vivo en una gran ciudad como cualquier otra y en un futuro no tan lejano como tú crees.

Me he despertado, mi almohada está mojada por el sudor que durante horas he desprendido, he debido pasar otra noche de fiebre y apenas me enteré, lo único que me queda como prueba es una mala almohada empapada. Mis primeras palabras han sido algo así como «vaya mierda, otra noche con fiebre y pesadillas», intento acordarme pero tras despertar y no tomar mi primer café no soy persona. Pero por lo menos me queda el consuelo de que me han estado vigilando para que no enfermara a peor.

Aún en la cama y con sólo un ojo abierto intento alcanzar mi teléfono. Mi teléfono hoy en día lo sabe todo de mi, dependo ya tanto de él como él de mi para que le conecte el cable que renueva su batería. Tenemos una relación, quizá una de las más importantes. Trabajo con él, me divierto con él. Lo primero que mi teléfono me pregunta es si me encuentro bien, ha detectado que me he movido mucho durante la noche, que mi sueño rem ha sido muy corto y que estoy algo deshidratado. Mi teléfono tiene sensores que es capaz de identificar todos estos factores. Pulso sobre el botón de «Estoy bien», esto manda un mensaje al servidor de la aplicación que uso para que no contacte con mis contactos mas allegados en caso de problemas médicos. Cuando compré la aplicación me pidió que rellenase información personal y personas de contacto por si ocurría algo.

No he alcanzado a leer todos los mensajes y actualizaciones en redes sociales enviados desde Asia y Latinoamérica mientras estaba dormido antes de llegar a la cocina, donde la cafetera estaba terminando de hacer el café, tan solo tenía que añadir algo de leche y elegir entre un cupcake o un croissant. Mierda, estoy sin leche, pero el frigorífico escanea todos los productos que entran y salen de él y ya añadió una docena de botellas de leche a la lista de la compra. Debería agregar tomates.

— «Nevera, agrega a la lista tomates»

No quiero debatir la calidad o el número de tomates, ya lidaré con la lista de la compra más adelante.

Ha sido una noche movida en noticias, en Japón se presentaron nuevos productos muy temprano, debería revisar cotizaciones, las salas de prensa para ver en detalle los lanzamientos, blogs locales y enviados al evento. Pero mi teléfono sabe que estoy leyendo esta noticia y que estoy pasando mucho tiempo en ella, gracias a que ve con su cámara que mis ojos se mueven y concuerdan con la lectura.

Entro al salón y el televisor se enciende, pone vídeos relacionados con las palabras clave del artículo que estoy leyendo. Levanto mi mano y hago un gesto de pasar página, la cámara que hay escondida en el fino marco de la pantalla me reconoce. Con un gesto de la mano elijo un video que se reproduce. «¡800 dólares por una videocosola! ¡Los japoneses se han vuelto locos!».

Porque tengo mi oficina en otra habitación, a los pocos minutos de salir del salón el televisor se apaga y la intensidad de la luz baja al mínimo, los nuevos sensores de movimiento y presencia funcionan muy bien. Me acabo de sentar en mi silla y la pantalla del portátil se desbloquea, el navegador se abre y mis páginas de inicio se cargan. Maravillas del reconocimiento facial que carga mi perfil de mi portátil. Automáticamente el navegador carga en una nueva ventana las páginas y noticias que estaba leyendo en mi móvil y por el punto justo que estaba leyendo.

— «Lee el texto de este artículo».

La voz del reconocimiento de texto, que parece sacada de una mala película de ciencia ficción de hace varias décadas es capaz de leerme lo que me quedaba de artículo mientras tomó algunas notas. Siempre he creído que su voz es una variante de HAL 9000.

Mi muñeca empieza a vibrar, es mi pulsera que me avisa que no me he movido en varias horas, mi sistema médico online me recomendó que cada hora me moviese, la vibración en la muñeca me lo recuerda. Lo he pausado, pero no para de vibrar tras unos minutos. Este maldito cacharro me va a desencajar la muñeca del brazo a no ser que me mueva.

Aprovecho este momento para salir a correr. Mi báscula me dijo que había ganado peso desde la semana anterior y que me estaba acercando a mi peso deseado. Mi madre jamás logró sacarme de la cama a la primera para ir al colegio, pero esta voz pseudo-robótica es capaz de hacer que me mueva en cuanto dice la palabra «gordo».

El pantalón, la camiseta, las zapatillas, todas se activan en cuanto me las pongo en mi cuerpo y automáticamente mi pulsera se pone en modo deporte.

Ni dos kilómetros llevo cuando recibo una llamada automática de mi entrenador personal. Dice que se llama Jack, nunca he conocido a un Jack con este acento, la verdad. Este tipo, que dice ser entrenador personal aunque nunca le he visto la cara, dice que para mejorar la media de entrenamiento debo correr un par de kilómetros extra. Los sensores de mis zapatillas van a decirle cuándo, cuánto y por dónde estoy corriendo estos kilómetros extras, que no me debo preocupar, que si ve que mi ritmo cae demasiado me volverá a llamar para darme ánimos.

A ti te ponía a correr un par de kilómetros, «Jack».

Pero le voy a hacer caso, mi contador de actividad semanal está bajo y voy el penúltimo en la tabla de actividad con mis contactos. No quiero ser de los últimos y corro estos kilómetros extra, que como pensaba, no han servido de mucho. ¡Todo sea por los puntos!

Me arrastro a mi casa, sudando, cuando lo primero que veo al entrar es mi televisor encendido con información de la carrera. Los kilómetros, el tiempo de promedio, las calorías quemadas, mi peso actual y… bueno, debería comer menos y correr más, como dice Jack. Pero cada vez que su voz de arrogante entrenador capaz de levantar cien kilos y correr una maratón recorre mis tímpanos, se me quitan las ganas.

— «Televisión, abre mi agenda».

Las seis y media, tengo que tiempo justo para ducharme y salir para ir a cenar. Mi novia me espera en su casa, lo he tenido que revisar en la aplicación de conocidos, donde das acceso a otra persona para saber dónde estás en todo momento.

Menos mal que al salir de mi casa, tarde, como siempre, automáticamente mandó un mensaje para avisar que tardaría unos minutos más. Bonita forma de decir que llego tarde.

Estamos en el centro de la ciudad, que como cualquier otra ciudad ofrece demasiadas opciones para tomar algo, restaurantes, bares, salas de fiesta, coctelerías, pubs… Pero no he podido ni hablar durante dos minutos con mi novia mientras mi teléfono dice que ha encontrado mesa en nuestro restaurante japonés favorito. Teniendo en cuenta que estoy con mi novia, que hemos visitado varias veces ese restaurante, que hemos dejado reseñas positivas por internet y que hay mesa, la aplicación automáticamente pre-reservó una mesa para dos.

Cada plato de comida es memorizado por mi aplicación de salud. Calcula las calorías que estoy ingiriendo, para seguramente mañana «Jack» me pueda restregar que tengo que hacer más ejercicio.

Me voy a la cama con mi tablet y mi móvil. Aun tengo por leer varios artículos del día, pero al ver la hora y que doy signos de cansancio, automáticamente la aplicación de lectura resume todo en unos cuantos párrafos que tengan sentido. Descartados algunos e-mails (¡cómo es posible que aún usemos esta herramienta!), respondidos otros varios y leyendo las últimas noticias y actualizaciones en redes sociales, dejo mi tablet sobre la mesa, que identifica está cerca de mi móvil y que sabiendo la hora que es, automáticamente se ponen en silencio y apagando las notificaciones.

En posición horizontal y aun pensando en si hoy volveré a tener fiebre, me intento acordar de si soñé algo esta noche. Con suerte alguna empresa de Sillicon Valley o Asiática sacará alguna aplicación que pueda almacenar mis sueños. Seguramente en la próxima versión de mi móvil, que acabo de comprar y que seguramente en siete u ocho meses estará desactualizado. Siempre me prometo no actualizar al último modelo, pero soy débil.

Prácticamente con los ojos cerrados las luces de mi habitación se apagan, mis latidos caen poco a poco, mi cuerpo se relaja y mi cama se adapta a mis músculos. Intento por última vez recordar que soñé la noche pasada mientras pienso en si hoy he sido capaz de hacer algo por iniciativa propia. Pero antes de auto contestarme estaba dormido.

Fotos: stuckincustoms (Flickr)

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